Archive for the ‘Guillermo Berrones’ Category

¿Quién iba a pensar?

June 22, 2012

Cuarto piso del Condominio Acero de Monterrey. Reunión con el jefe editorial de la revista donde escribo. Con la expectativa de que al fin nos paguen los artículos que publicamos, algunos de los románticos extemporáneos estuvimos puntuales. Hay bromas de bienvenida y halagos para quienes escribieron los textos más comentados del último número. El ego sublimado, el bolsillo en inflación y un deseo de que la revista se exponga en Sanborn’s para su venta y así seguir acrecentando la fama. Recordemos que en estos tiempos si no eres famoso a nadie le importas. La fama, esa loca necesidad de llamar la atención, ese deseo preconcebido de estar en boca de todos con todo y los riesgos que implica. Sueño de locos empecinados en influir en la conciencia de un lector desconocido al que casi siempre se pretende sojuzgar con la palabra matona, la frase llegadora, la metáfora etérea que violente la modorra del incauto que decidió abrir las páginas centrales de la revista. Y la fama estaba en ese cuarto piso desde donde el faro del comercio se erige imponente; el casino Monterrey, en su señorío y glamour arquitectónico, marca distinción con el obrero de bronce montado a contrapunto en esa gran plaza que se le ocurrió a Alfonso, no al gordito, escritor  simpático nacido en Bolivar 7 (Padre Mier y Garibaldi, aprox.) sino a Alfonso el grande, el temible, el que dicen que sí sabía mandar. La Gran Plaza, Macroplaza para otros, es hoy orgullo de los regiomontanos. Y ahí la tenía yo, tras los cristales del cuarto piso mientras escuchaba a mi editor recordar a un viejo amigo potosino que se fue a Los Ángeles para volverse estudioso del corrido mexicano, una pasión que la llevó hasta su muerte misma. Guillermo Hernández era la evocación mientras yo miraba las nubes en el espejo del Howard Johnson y mi editor insistía en que Hernández estuvo sentado en aquella misma mesa donde nos esperaban cuatro Caguamas, que digo Caguamas, caguamones, bien frías y un par de tintos californianos tan ácidos como el sudor de Arnold Schwarzenegger, poco antes de morir en la ciudad de México. Preferí la frescura cervecera y los vasos se rellenaban espumosos.

Mi editor se disculpó porque tenía que retirarse, prometiendo regresar y ordenando que lo esperáramos, para eso había llevado las Caguamas; y el diseñador también se retiraba momentáneamente no sin antes dejar un six de Tecates Light sudando frío. Quedamos en el abandono la recepcionista y yo. Desconocidos y recién presentados. Hablamos de nada y de mucho mientras regresaban los ausentes. Fluyó la cerveza y a mis espaldas las sombras de la tarde se adueñaban de los edificios. La recepcionista hubo de ir al baño. Yo quedé en el abandono hojeando los números viejos de la revista y ojeando el paisaje urbano. Saqué la cabeza por la ventana de aquel cuarto piso y tomé algunas fotos con mi Sony de 10 megapixeles, luego quise ver el resto del edificio desde aquella ventana y no vi más que una ladera de vidrios plomizos y al final el cielo. Y siempre que veo el cielo me da un pavor porque recuerdo mis primeros días en esta ciudad que se adueñó de mi alma. Tras el pavor vienen las ganas de orinar que se tornaron apremiantes por obvias razones. Se abrió la puerta y entró la recepcionista relajada y satisfecha. Eso de descargar la vejiga debe estar considerado dentro de la escala de los placeres de la sexualidad humana. La recepcionista entró con un áurea de santidad: laxa y levitante. Y yo ya traía también muchas ganas de mear.

En ese edificio los baños están en el cubo de las escalinatas: en un piso baño para hombres, en el siguiente para mujeres y así sucesivamente. Olvidé que a cada inquilino se le asigna un par de  llaves para el uso de los baños; mejor dicho, no lo sabía. Regresé y le pedí a la recepcionista la llave y me dijo que mi editor se la había llevado y que no había copia, pero que no importaba que fuera al baño de las mujeres, que ése sí estaba abierto y a esa hora está casi vacío el edificio o que buscara a los intendentes para que abrieran uno de los baños. Las ganas estaban volviéndose apremiantes y allá fui. Un piso, nada, otro, nada; busqué a los intendentes, nada. Estuve a punto de orinar en un cuartito donde se guardan los trapeadores que estaba sin puerta. No me atreví. En mi ser sentí la presión de un mar a punto de romper los diques de la cordura. Tampoco me atrevía a invadir el espacio femenino.

Pero el baño de las mujeres estaba abierto y sin llave. Pensé en regresar al cuarto piso y pedirle a la recepcionista que saliera un momento mientras yo rellenaba una de las botellas de Caguama (o dos si era necesario). Pudor, vergüenza, miedo, pánico y unas ganas inmensas de mear me tenían atrapado. Al fin me decidí.

Toqué en la puerta del baño de las mujeres. Nadie respondió y entré. Un bazucazo ambarino torpedeó las serenas aguas de la taza de baño y enseguida empezó a crecer un espumarajo impresionante y sentí que el alma se me acomodaba en el cuerpo suavemente, como meciéndose ondulante hasta ocupar su sitio. Pero sólo por unos instantes. Estaba ya en los espasmos donde uno frunce el culo para que la próstata comience a cerrarse cuando escuché los pasos apresurados de una mujer que llegó corriendo y se fue al último de los cubículos opuestos a donde yo estaba. Mi alma volvió a exaltarse. ¿Qué hacer? Ahora invadido de pánico, pero despejado de orines no acertaba en mis decisiones: salir corriendo, esperar, qué. Y mi razón no ayudaba en nada. Cuando mi vecina presumía la presión de su chorro y un pedo dejaba escapar, entró otra mujer. La pude ver por la rendija de mi cubículo. Estaba frente a mí  sólo entró a lavarse la cara, se ajustó el pelo y salió por donde vino. Para entonces había decidido esperar encaramado en la taza y que mis zapatos no se vieran. Llegó otra, orinó y se fue sin mayores consecuencias y la vecina seguía pujando para después suspirar orgásmica. Una más. Lo peor, fue directo a mi escondite. Jaló la puerta y le alcancé a ver la cara de what. Otro intento. Tenía temple de mujer y entonces preguntó: ¿hay alguien allí? Mi silencio era menor que el miedo y mi respiración kalimanezca. Pensé en contestar que me había equivocado o que ya me “andaba” y no alcancé a llegar al de los hombres, pero estaba aturdido y aterrorizado. No la vi, pero estoy seguro que se asomó por bajo mi puerta. Entonces la vi ausentarse para con mi vecina que ya salía después de bajar la palanca y ahuyentar sus miasmas. Se hablaron murmurando interrogantes y salieron corriendo para ir por el guardia, lo que dijeron en voz alta para que yo escuchara. Enseguida conté hasta cinco y también salí corriendo tras ellas y me perdí en los recovecos de las escalinatas. Finalmente llegué al cuarto piso y le conté a la recepcionista. Se atacó de risa y ella ya iba por su segunda meada. Deja voy, me dijo, sirve que veo cómo andan las cosas. Cuando regresó, se doblaba de risa. No salgas, me dijo, los guardias y las viejas están vueltos locos buscando unos zapatos color café y un pantalón cremita. Y se dice que un “viejo” anda espiando en el baño de las mujeres, seguro es un violador. La risa de la recepcionista no me hacía gracia. Luego llegó mi editor y comentó: quién sabe que traen en el edificio, hay muchos guardias en las escaleras y mujeres alborotadas por quién sabe qué. Empezábamos a contarle la historia cuando apareció también el diseñador alarmado: quién sabe qué pedo traen allá afuera los guardias y todas las pinches viejas del mundo. La historia estaba escrita. Mi editor y yo cambiamos zapatos, me prestaron un saco y salimos del edificio por el elevador para seguir nuestra reunión de trabajo en El Reforma, un lugar de baños con puertas abiertas.

 Guillermo Berrones

Quinto Sanmillano

June 22, 2012

Dicen que no hay quinto malo
y a las pruebas me remito;
por lo pronto los invito
al Festival Sanmillano.
Hoy, como hace cinco años,
en Gargantúa´s, los lectores,
siendo todos escritores
celebrarán a Lorena;
amiga, franca y serena,
de poeta y narradores.

Guillermo Berrones