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El pacto

June 22, 2012

Un día, la tía se fue; nos abandonó sin decir nada a nadie. Desde que nos casamos, Isa y yo la habíamos adoptado. Se había convertido en nuestra acompañante fiel. Los domingos íbamos a misa y luego por una nieve de melón.  Los miércoles, al cine. A veces, a pesar de su lujosa casona y sus múltiples comodidades, ella prefería dormir en nuestro pequeño departamento para sentirse menos sola. Cenaba con nosotros en Navidad. Luego, la llevábamos a dar la vuelta al Zócalo para que viera las luces en Año Nuevo. Nos queríamos mucho. Sabía que me quería como una madre quiere a su hijo. Emanaba luz cada vez que la íbamos a ver.

Con todo, la familia no estaba de acuerdo con que la tía siguiera viviendo sola en su enorme casa. Era una mujer ya mayor. Cualquier día como estos se podía llegar a caer y, ¿luego? ¿Cómo nos íbamos a enterar? La querían internar en un asilo; ahí cuidarían bien de ella y todos quedaríamos libres de toda preocupación –culpa o compromiso- Le buscarían un lugar apropiado, al cabo– “ La tía, es de dinero. “

Isa y yo, no estábamos de acuerdo. La tía estaba mejor en su casa, lo del asilo, así como lo veíamos, era sólo una estrategia de los primos para quedarse con sus cosas. Arpías. La tía estaba bien en su casa, además, nos tenía a Isa y a mí para cuidarla y protegerla.

Hartos de tanto pleito, sin decirle nada a nadie, los tres metimos las maletas en la cajuela del volkswagen blanco y nos escapamos para Acapulco. Isa había empacado los trajes de baño, los sombreros, las chanclas y había preparado unos sándwiches de huevo con jamón para el camino. Llenó el termo con agua caliente y se aseguró de meter una cucharita de plástico para el Nescafé. Llevábamos también unas latas de atún, una mayonesa, pan y una latita de chiles. El clima de la mañana era perfecto para salir de viaje.

Después de unos cuantos kilómetros, ya en la carretera, la tía se empezó a marear. Le pregunté si quería una Coca, dijo que se iba a tratar de dormir un rato después de rezar. Se veía cansada y un poco pálida. Me preocupé, no fuera a ser que se nos fuera a enfermar. Isa enrolló una toalla y se recargó contra la ventana para dormir y la tía rezaba el rosario mientras yo manejaba. Encendí el radio para no quedarme dormido.

El aire de afuera estaba fresco. De vez en cuando tenía que limpiar con la manga de mi sweater el vidrio empañado. A cada rato volteaba por el retrovisor para ver cómo iba la tía. En una de esas, vi su frente. La vi vieja, su nariz caída, sus ojos entrecerrados y la quijada entreabierta. Su aspecto me hacía pensar en la imagen de un esperpento, se veía escuálida, desvalida. Después de un rato, dejé de voltear. Se me olvidó.

La estación del radio se empezó a perder. Me agaché para cambiarla, en eso, un trancazo y un chirrido cuando el carro pegó contra el pavimento al caer en el socavón.  Rebotamos en los asientos y sentimos el martillazo al golpearnos la cabeza.

Detuve el coche. – ¡Isa! ¿Estás bien Isa?- Asintió todavía un poco atontada.

 Rápidamente volteamos al asiento de atrás.

-Tía, ¿cómo está, Tía?-  Con el brazo le moví la rodilla. Allí permaneció, con la cabeza echada hacia atrás.  Como animalillo muerto. No hizo nada para cambiar su posición, ni para quejarse.  El silencio me asustó.

Isa se movió rápidamente. Se cruzó al asiento de atrás para ver si la Tía seguía respirando. Nada. No se movió. Isa recostó su cabeza sobre el pecho de la tía. Nada. Sentí como el peso de su muerte me engarrotaba los dedos de los pies, las piernas, las manos, la panza; el corazón.

Después de unos instantes, Isa reaccionó. Salió del volkswagen y sacó la colcha de Chinchoncuac que traíamos para amortiguar el traqueteo de las maletas en la cajuela. Torpemente trató de envolver con la colcha el cuerpo inerte de la tía. La recostó a lo largo del asiento. Parecía tamal.

Era la primera vez que yo veía a un muerto.- Maté a la tía.

 –No – me contestó Isa – Se murió solita.-  Con eso dejó claro que no era el momento para lamentarse o sentirse culpable. Era hora de pensar en qué íbamos a hacer.

Era necesario pensar en los detalles.

-Primero, hay que reportar el hecho a la cruz roja.-  pensé en voz alta.

–No. – dijo Isa. -Si reportas que se murió la tía aquí, nos van a hacer pagar por cada estado que atraviese el cuerpo y no pienso gastar el poco dinero que tenemos en eso. Por otro lado, te van a meter a la cárcel hasta que vean qué fue lo que en realidad pasó. Lo mejor es regresarnos a su casa, la llevamos a su cama y decimos que la encontramos así. No hay de otra. Ándale. Vámonos antes de que se nos haga más tarde.

Isa tenía la razón. Isa siempre tenía la razón; pensaba con la cabeza fría. Nos subimos al carro para regresar.  Ninguno de los dos hablaba.  Traíamos a una muerta en el asiento de atrás.  Era un espacio confinado y nosotros traíamos un cuerpo, en putrefacción, en el asiento de atrás.

– Siento que voy a vomitar- dije mientras frenaba el vocho.

Me estacioné junto a un asador.

– Te ves pálido.- Me dijo Isa y me llevó atrás de unas jacarandas. Me sentía enfermo. Luego, trajo el termo con agua. Me enjuagué y me senté en unos troncos que estaban tirados.

–     No me quiero volver a subir al carro- le dije a Isa- Es repugnante…

–     Descansa – dijo. – Luego vemos qué hacer.

Me recargué contra el árbol. Tenía las manos heladas. Enfrente, el carro-féretro esperando. En ese momento, estuve a punto de bajar el cuerpo y rodarlo por el acantilado, al cabo nadie lo iría a buscar ahí, en medio de la nada.

 – Nos tenemos que ir antes de que se eche a perder el cuerpo.- ordenó Isa.

Me costó trabajo subir al carro. Emprendimos la larga y tétrica procesión de regreso. El silencio abrumaba el interior de la carroza mortuoria. En mi cara se empezaban a ver las líneas de la más profunda e inexpresable tristeza. Isa iba estoica. Tenía ganas de convulsionar del dolor que sentía. Pero se hacía la fuerte.

Al llegar a Tres Marías, nos bajamos al baño. Aproveché para lavarme la cara. Pedimos unas quesadillas. Ella lloró un poco, a mí se me salieron unas cuantas lágrimas. Llegaron las quesadillas. – Debimos haberla dejado en el acantilado – dije en voz baja.  No pudimos comer. Pedimos la comida para llevar y pagamos.

Fuimos al estacionamiento. El vocho no estaba.

–¿Qué pasó?¡Aquí lo dejé!

– ¿En dónde está? ¿Qué pasó? – dijo Isa asustada -¿Qué vamos a hacer?¡Nuestro carro, se llevaron nuestro carro! Háblale a la policía.

–     Espérate tantito.  No me presiones. – Me acababa de dar cuenta de lo complicado del asunto. Si llamábamos a la policía, tendríamos que reportar el robo del carro. Tendríamos que dar las placas y el modelo; luego, tendríamos que decirles que dentro de nuestras pertenencias, había un cuerpo envuelto en una colcha de lana de Chinconcuac.

–     ¿Un cuerpo?

–     Sí, así es señor policía, verá, hace unas horas, maté a mi tía…

Después de media hora, Isa me obligó a llamar a la policía. Pedí el teléfono en el restaurante. Salimos a esperar la patrulla. La gente rápidamente se empezó a reunir.

Llegó la policía y levantamos el reporte del coche robado.

Isa y yo, nos volteamos a ver. A manera de pacto silencioso, ninguno mencionó “la carga” que llevábamos en el asiento de atrás, como si no hubiera pasado nada. Isa y yo nos tomamos de la mano y empezamos a contestar las incómodas preguntas de la policía. Éramos un par de cómplices silenciosos compartiendo un lenguaje secreto.

Isa se puso roja y no paraba de hablar mientras trataba de describir lo que había pasado. No se le entendía nada. Empezó a llorar, pero parecía que se estaba riendo y se escondió bajo mi brazo. Hacía frío. Mi corazón palpitaba con fuerza. Tomé la palabra y dije lo que se tenía que decir. Al final de cuentas, éramos, para los demás, tan solo dos turistas reportando su carro robado. Nada fue cuestionado, nada fue descubierto. No hubo especulación. Sin mucho preámbulo, la policía se dio a la búsqueda de nuestro coche blanco y la masa de gente a nuestro alrededor se fue disipando tan rápido como había llegado.

A nosotros, nos treparon a un camión de pasajeros, nos dejamos caer en los asientos y dejamos el asunto atrás. No volvimos a hablar del asunto, ni durante en el camino a casa ni después. Lo de la tía, nunca sucedió.

Unas semanas más tarde, la vida volvió a su normalidad. El domingo Isa me dijo que ya tenía días de no recibir ni una llamada de la tía. Se nos hizo raro. Marcamos varias veces el teléfono de su casa sin recibir contestación. Tomamos un taxi y fuimos a su casa, para ver si se encontraba bien, claro está. Llamamos a la puerta, nadie nos abrió. Le llamamos al resto de la familia, pero nadie sabía nada de ella.  Estábamos preocupados. Era como si la tierra se la hubiera tragado; la tía se había ido, nos había abandonado. Faltaba su traje de baño, su sombrero y sus chanclas de playa. Llamamos a la policía, después a los militares, pero al cabo del tiempo, nadie la encontró.

Isa y yo decidimos quedarnos el fin de semana en la casa de la Tía. No fuera a ser que llamara por teléfono, o que nos necesitara. Era una casa muy grande. Necesitaba constante mantenimiento. Lo pertinente era mudarnos en ella, para cuidar de ella.

Después de varios años, nos hicimos a la idea de que la tía nos había abandonado.

 Una noche, ya recostados en la cama, Isa me preguntó, ¿te ha despertado alguna vez un pánico indescriptible dentro de ti?

-¿Pánico?

– Sí, una sensación indefinible…pánico, aquí, en la boca del estómago. Un pánico que te acelera el pulso y te hiela la sangre.

Lo pensé un momento. A pesar de que era cerca de la media noche, Isa solía hacer sus preguntas así nada más porque sí. Sabía, sin que ella lo dijera,  que debía dar una respuesta para calmarla.

– Sí. He sentido ese pánico del que hablas. Le contesté.

– Me lo imaginé– dijo y se volteó.

La tapé bien y apagué la luz.

 Elsa Yliana Iruegas Peña