Archive for the ‘Susana Guzner’ Category

Consumatum est

June 22, 2012

No logro sustraerme a la aplastante contundencia de tu mirada. Me escruta, me avasalla, me corroe. Siento las mejillas tan ardientes como el bochorno que se escurre desde la calle y escalda la pequeña habitación. El  vetusto ventilador redobla trabajosamente sus esfuerzos. “Este verano vino bravío – pienso que piensa el aparato chirriando sus aspas afligidas – mucho más que en años anteriores”.

Me miras, madre, desde esa silla baja de madera maciza a la cual pareces adherida sin remisión. No has cesado de hacerlo – ya a ráfagas de vendaval pasajero, ya aferrando con garras impías tus pupilas a las mías – desde que esta mañana aprestaron su cuerpo en la cama de matrimonio. Le han cruzado los brazos sobre el pecho de su único traje oscuro, el reservado para las grandes ocasiones que nunca tuvimos. Ahora comprendo que estaba destinado a la más eminente. Su propia muerte.

Tú nunca antes me habías mirado como lo estás haciendo desde hace horas. Reconocería, sí, cierta ojeada esquiva – ¿Vislumbre de ternura? -, sigilosos reproches, esos vistazos coléricos que me amilanan, alguna orden a acatar sin renuencia. Puede, incluso, que cierta humedad de amor cómplice como tus parcos y anhelados abrazos. Pero en este momento me anonada la potencia de un código apenas inaugurado que, contundente como un alud, somete imperioso mi cabeza obligándome a escudriñar porfiadamente mis desgastadas zapatillas de lona.

También estoy sentada, frente a ti, cama de por medio, flanqueada por los escasos prójimos que rondan presentando sus respetos a tu nueva condición de viuda. No agradeces ni retribuyes: correspondes a las condolencias resabidas con un gesto vago. Tampoco has contribuido con una lágrima adecuada a esta comedida puesta en escena. “Así es la vida – suspira un hombretón de gruesas manos peludas – hoy aquí, y mañana…”. Asientes. Pero obvias mirar a tu marido engalanado por la muerte inesperada. Cuando tus ojos buscan otros es a los míos y ahí te quedas, como un huésped obstinado.  Es abrumador.

Por momentos me aventuro a descifrar ese conspirador jeroglífico visual. Entonces no es tristeza lo que percibo, conozco del derecho y del revés los tornasoles de tu dolor. Llevan diecisiete años punzándome los huesos. Tampoco hay reprimendas en esas pupilas de musgo seco. Es un algo muy distinto, su textura es de otra materia. “Como la brisa que mece la ropa limpia frente a las vías” es lo primero que me viene a la mente. Un soplo tórrido que seca la humedad y le da nuevas esperanzas de vida a las sábanas y a las camisetas ahora inútiles de este difunto nuevo. O, bendita metáfora, como la boca de Hilda regocijándose en mi lengua jadeante, ambas trémulas de gozo, sobrecogidas por la pasional sinfonía que improvisa nuestro amor furtivo y lacrado a fuego.

A ratos me estremezco y tiemblo ligeramente. Una parroquiana de este velatorio insípido me ofrece algo de agua. “Pobrecilla, aún niña y sin padre. Eso marca”. Bebo por hacer algo, pero no es sufrimiento lo que me agita. Por el contrario, cada tanto me aseguro de que ese cadáver impávido es un hecho irreversible, controlo improbables movimientos, un hálito huyendo de su boca clausurada, cualquier vestigio que implique una insolente equivocación. Más no. Se ha muerto por completo y me regodeo en una vaporosa sensación de paz apenas estrenada.

“No volverás a levantarle la mano, torturador asqueroso, no podrás ya usarme como a una cloaca fétida  – me digo una y otra vez –  ya no más, nunca más”.

Juraría, madre, que estás leyendo mis pensamientos. Y juraría también que sabes perfectamente lo que he hecho. Pero si busco censuras tampoco las hallo. Tan solo me miras desde muy adentro, los ojos como cuencos vacantes, dos enigmas,  dos pozas insoldables ¿Es agradecimiento, acaso, lo que percibo en  sus honduras?

Recuerdo. Siete años antes, atardecer, él ausente, trabajando. Revisor de trenes, su empleo consuetudinario. Tú planchas en cámara lenta la ropa de tus escasos clientes. El sudor deja rocío en tus sienes y un pequeño reguero salino resbala desde tu mejilla hasta el cuello. Lo enjugas con el revés de tu mano. Ese gesto mecánico, a saber por qué, me envalentona y decido desembarazarme definitivamente de mi oprobioso secreto.

– Madre…

– ¿Y las tareas del colegio?

– Ya casi,  pero…

– No cuentes conmigo.

– Verás, es que…padre…

Repasas una y otra vez el cuello de la camisa y auscultas el más mínimo pliegue.  Por una minúscula arruga la mujer del Antonio se negaría a pagar lo convenido.

– Habla,  he de aprestar la cena.

Las palabras se apelmazan en mi garganta, la lengua reseca adherida al paladar. De prisa, de prisa, cuanto antes mejor. “Padre me hace cosas feas”. Y el ímpetu recula hasta la recóndita cueva de los miedos. Mi boca es corcho poroso, imposible deletrear, pero me obligo.

– Padre me dice mira… mira qué tengo…

Estoy aterida.

– Me dice mira…es para ti…

Soy mantequilla, me deslío. Hilvano una retahíla espasmódica. Terminemos de una vez.

–  Dice ¿A que te gusta mucho? Lame, di que sabe rico, así, buena niña.

 Descompuesto el gesto, depositas con exasperante lentitud la prenda sobre la mesa para, de improviso, izarme vehementemente por los hombros hasta dejarme a la altura de tus cejas. Pasmada por la virulencia del acto mi audacia se hace añicos. Aún así atino a balbucear.

– Esa cosa adentro… duele mucho… No quiero llorar pero lloro… duele mucho.

Impetuosa, me sacudes como a un carillón y clausuro mis labios. Lágrimas horripiladas me bañan la nariz. No hablas: masticas piedras y escupes gravilla a un centímetro de mi cara.

– Aquí no pasa nada ¿Me estás oyendo? Nada. Ni se te ocurra ir contando porquerías por ahí ¿Te enteras? Tú callada,  muda como un pez.

Y así fue. Jamás olvidé el tono de tu voz, jamás. Años de mutis forzoso. Te odié, madre, con toda la fuerza con que una niña es capaz de odiar, pero obedecí. Él no cesó de vejarme a su antojo, pero nunca más le procuré el triunfo de un lamento, un ruego, una mueca de dolor. “Estoy reventado – se quejaba cada noche atravesando el umbral –  las señoras tocándose las narices, total, soy yo quien se rompe el lomo. Traca, traca, traca, el puto día saltando de un tren a otro”. Taciturno, perennemente malhumorado, te apresurabas a colocar una bandeja con fiambres y vino frente al televisor encendido. Yo ya había cenado mis verduras con un huevo cocido y tú… ¿Por qué no recuerdo tus comidas? ¿Cómo, cuando alimentabas tu cuerpo de aldeana recia con mucha más edad de la que denunciaba tu calendario? “Silencio, niña, no quieras saber. Friega los cacharros, cierra las persianas, ayuda a padre con sus pantuflas, esa infección rara que no sana, tanto esfuerzo”. Y antes de retirarse el extenuado patriarca se colaba en mi dormitorio. Yo me estremecía como un gorrión despavorido. Antes y después.

Hilda mía, cómo no adorarte como te adoro, calladas, solo nuestras. A menudo, escondidas en un vagón abandonado en la vía muerta, festejamos entre besos y ciruelas robadas el precioso deleite de ser las dos en una. Está decidido. Escaparemos a la Capital en cuanto juntemos dinero,  yo seré médica cirujana, es mi firme decisión. Tú construirás casas grandes y bonitas. “La nuestra la que más”. Y sonríes iluminando el aire.

En uno de esos encuentros vespertinos, y sin venir a cuento, mi alma se desbarató inesperadamente y entre espasmos convulsivos te revelé la torturante y añeja historia de mi  ignominia, el calvario interminable de mi madre, quien no sabe ni sabrá de tu existencia. Te guardo y nos resguardo bajo siete llaves.  Fui llanto iracundo, desolación, ahogo, sollozo manso, bramido ¿Demasiada tragedia para ti, audiencia inesperada de tan atroces confidencias familiares? “Se irá de mí, no la veré más, voy a morir – atiné a pensar, desfallecida –  Estúpida, más que estúpida, la garganta se cose con doble alambre, de sobra lo sabes”. Me acuclillé como una larva aterrada esperando tu huída inminente. Pero besaste mis párpados y bebiste mis lágrimas murmurando ternezas jamás oídas. Me conmoví de puro deleite saboreando el dulzor de tus palabras como gotas de oro líquido.

Unas moscas parsimoniosas revolotean a tu alrededor, madre. Las apartas con gesto leve y, a saber por qué, me viene a la mente aquel reguero de sudor bajando por las mejillas, la plancha ardiente, la camisa del Antonio, tú zarandeándome como a una marioneta inerme y mandándome a callar. Y callé, vaya si callé.

Gorra en mano, presa de una timidez de mal actor, entra otro hombre de cara escurridiza, echa una vaga ojeada al cadáver, menea reiteradamente el cráneo e informa a la escasa audiencia. “Era un buen hombre, pagaba las rondas de cervezas, eso hacía. Un buen hombre”. Extiende su mano hacia ti y le correspondes con un roce remiso. Luego repite el gesto conmigo. Te imito, en la convicción de que ese ademán desmayado es lo propio en estas circunstancias.

Ya es casi noche y el calor no cede. Por la ventana abierta al sendero de hierba se cuela el repiqueteo de las chicharras. “Mañana perderé la lección de enfermería, es el funeral del asqueroso”. Y la pena me puede porque me gustan mucho las clases. Voy a diario al Hospital Regional, un curso gratuito para personas como nosotras.

El de la cara escurridiza permanece de pie a mi vera sin saber qué hacer con sus manos, su gorra, su corbata torcida. Se apuntala ya en un pie, ya en el otro. Finalmente opta por marcharse. No pronuncias palabra, madre, a nadie. Tampoco miras a ese despojo ceniciento que fue tu marido. Porfiada, te niegas a ofrendarle lo que pomposamente se denomina el “último adiós”.

Y no porque lo amaras, ah, no, eso sí que no, nadie podría convencerme de lo contrario. Te he visto demasiadas veces esquivando porrazos, insultos, puntapiés, plisada en ti misma como un feto  yerto. Sobrecogida, culpable,  aterrada. Luego él se calzaba la chaqueta y se marchaba con aires de rey ultrajado (“pagaba las cervezas, era un buen hombre”). Entonces te encerrabas en el minúsculo baño y se escuchaba correr el agua durante interminables minutos. Cuando salías aún tenías el pelo mojado, la cara bañada, los pómulos enrojecidos. Y otro día había pasado.

Por hacer otra cosa que no sea contemplar estúpidamente mis pies levanto la cabeza y ahí estás, al acecho. Punzante, acerada, filosa como un estilete. Me interrogas a fondo, no lo niegues cerrando los párpados. Me preguntas lo que tanto tú como yo sabemos pero que ninguna de las dos puede ni quiere decir.

Desearía gritar que sí, que tu afinada intuición de mujer vejada no te engaña, que ese aborrecido difunto no está ahí tumbado por azar, que el Sindicato pagará el entierro a un trabajador fulminado por un ataque cardíaco, así es la vida, hoy estamos y mañana no, pero se equivoca.

Te lo juro, madre, no fue deliberado. Tan solo un arrebato irrefrenable, el fulgor de un relámpago no invitado a un banquete lujurioso. Quizás sea eso lo que estás queriendo decirme ahora que tu iris se torna verde aguamarina y me regala una tregua de serenidad. Todas las noches, lo sabes, yo le inyectaba una endovenosa de inmunoglobulina. Su organismo no la elaboraba – había explicado el médico – y debía suministrársele para que las infecciones no lo devorasen. “Tu padre es un toro, nena – exclamaba orondo –  tienes suerte, la vieja también. No cualquiera”. Fanfarrón, tu cuerpo se devastaba como un tronco corrompido y tú presumiendo de salud.  Asqueroso.

Pero hacía un par de meses había sufrido un fuerte amago de infarto. Quedó internado en observación sólo una noche, el Regional no está para hospedar toros que bien pueden dejar la cama libre a otros toros menos jactanciosos aunque sí más enfermos.

Fue una casualidad, madre ¿Crees en el azar? Yo sí.  Una vez se me dio por leer atentamente el prospecto de la inmunoglobulina IV. Me gustan esos folletos que vienen con las medicaciones, breves códices plagados de términos misteriosos que luego desentraño en el diccionario médico. Y aprendo, se aprende mucho. Seré una buena médica, te lo prometo.

Cerca de la medianoche comparecen dos individuos preguntando por la viuda. El ventilador cruje agotado. Alguien te señala con un cabeceo.  Se oye quedamente: “La Federación se hace cargo del  entierro, señora, sentido pésame”. Y también frases sueltas como “eso sí, de pino basto, el presupuesto, ya sabe”. “Hasta mañana a la diez, entonces” ¿Por qué no lo queman? Pobre tierra mancillada, los gusanos no merecen esta bazofia por alimento. Tú apruebas cuanto dicen, estrechas manos fláccidas.

El prospecto no era ambiguo como otros sino más bien tajante en sus advertencias. “No suministrar a personas con  enfermedades cardíacas, antecedentes de coágulos sanguíneos o predisposición a episodios cardiovasculares”. Mencionaba otras contraindicaciones, pero éstas se grabaron a fuego en mi cerebro. Quizás porque me pareció cómico que los médicos sean lo bastante ignorantes como para recetar una medicina que cura a diestra y mata a siniestra.

Te miro directa a los ojos, ahora, respondo a la que es, acabo de darme cuenta, tu muda interrogación preñada de dudas.  Puesto que las palabras peligrosas están prohibidas entre nosotras, telegrafío de urgencia la verdad de los hechos. “Déjelo de nuestra cuenta, le mandamos el coche” – puntualiza el funcionario – Y apenas se reponga cumplimentamos los trámites de la pensión”.  Se marchan  tan sigilosamente como llegaron. Misión cumplida.

Puesto que los acontecimientos tienden a acaecer en racimos  como prietos granos de uvas, hacía poco la profesora nos había explicado prolijamente las peligrosas consecuencias de una inyección mal suministrada. Golpear la jeringuilla para que salga todo el aire, introducir la aguja con sumo cuidado para no dañar las venas, que si las intramusculares, que si las endovenosas.

Sí, madre, tu entrenada intuición no falla. Ayer, en cuanto regresó de su traca traca resentido exigió su medicina diaria. Antes pagaba a un enfermero, pero puesto que la hija era “doctora” – se mofaba – bien podía suplantarlo. Y comencé a inyectarle para fortalecer su inmunidad cada vez más exigua.

Solo que anoche, él sopesando mis pechos con su habitual impunidad (“Se te están poniendo como melones y a mí me gustan esas tetitas que caben en la palma de un enano”) ordené, tajante.

– Estése quieto, no le encuentro la vena.

Aseguró, como de costumbre, que las tenía, de las gruesas, perfectas. Yo era tan inútil como la vaca vieja que me parió y no servía siquiera para este simple menester. No es cierto.  Sí que valgo, soy una  alumna aventajada.

– … Como melones, eso por los potrillos con los que te revuelcas, putilla – insistió – te crecen de tanto mete y saca.

Se me heló la sangre ¡Qué brutal obscenidad! Hilda, nosotras,  la digna pureza de nuestros cuerpos de mujer amándose como inmaculados pétalos de azucena… Hediondo. Monstruo. El vómito subió imperioso a mi faringe pero, adiestrada a conciencia, lo retuve sin mover un músculo.

No hubo premeditación, lo juro por lo más sagrado. Fue el prospecto.  Se proyectó en mi mente como un holograma, no pensé en nada más, me ahuequé por dentro sujetando con firmeza su antebrazo, hinqué suavemente la aguja y empujé el émbolo hasta vaciar el contenido íntegro de… nada, madre.  De nada, aire, humo de nada.

“Una ínfima cantidad de aire puede ser letal  – nos habían advertido.  No lo olviden nunca al inyectar, es muy importante”.

– ¿Qué tiene de malo un poco de viento? – había reído un alumno.

– Las burbujas son muy peligrosas. En cierta cantidad y con un tamaño suficiente pueden provocar embolismo gaseoso. ¿Responde esto a tu pregunta, madre? Creo que sí, es más, estoy convencida de ello. ¿Anidabas esta incertidumbre en tu corazón? Pues cuenta con la certeza. “Y si ese bloqueo se produce en los vasos que nutren al corazón puede provocar un infarto, incluso la muerte”.

La tácita pero contundente confesión desfila triunfante por mi pecho y me siento súbitamente pura, buena, limpia. Tú, en cambio, apartas bruscamente tu mirada  – ahora ocre como un charco de río – y la depositas sin mayor convicción en la única corona barata que, incongruentemente, da una nota de color a los zapatones del difunto. La cruza una explícita banda cárdena: “tus amadas esposa e hija. Descansa en paz”.

Liberada, ligera como una pluma, me levanto apremiada y me siento a tu vera adosándome a ti. Arqueas el cuello, esquiva, pero con un arrojo que ignoro de donde me nace hago lo que durante años ansío hacer. Inesperadamente tomo tu rostro entre mis manos y te beso febrilmente la frente, el mentón, las mejillas, el pelo. Estoy besándote a ti, madre, y también a tus cicatrices, al espanto que recluyes en lóbregas mazmorras, a mi propio horror de niña profanada. “Tus amadas esposa e hija”.  Te arrumaco y me arrumaco a mí misma por lo que fue, por lo que ya no será, por lo que seremos.

Me arrojo al fondo de tu alma y explico sumariamente, la boca clausurada. Te atraigo hacia mi pecho, sorprendida por mi temeridad, y te abrazo como nunca antes. “Para provocar la muerte de un paciente se necesitarían varias inyecciones y sólo con aire. Pero a veces basta una sola para causar la muerte” ¿Entiendes ahora?  Él ya había sufrido un infarto, constaba en su ficha médica, el doctor de guardia certificó sin una sombra de duda. “Causa de defunción: infarto de miocardio”. Una única aplicación de nada, de humo de nada, y fin.  “Pero a veces basta una para causar la muerte”. Así fue, madre, así fue. Benditas burbujas.

Ya no te resistes a mis caricias, a mi implorante explicación, al desahogo compulsivo de una confesión tan natural que se despoja de cualquier infierno y trasmuta en un limbo acogedor.

Te arrullo, te mimo. Y espero.  “Gran consuelo esa hija, una bendición”, pontifica la esposa del Antonio abanicándose con apatía ¿Comprendes lo que he hecho? Lo sabes ¿Verdad? Durante minutos que se me hacen eternos acecho transida alguna señal, un indicio de complicidad por nimio que sea. “Se acabó, madre, se acabó – te envío palomas mensajeras -, Nunca más. Rescátate, rescátame del pánico, de tanto naufragio indebido. Di algo, te lo imploro”. Por fin, yo reteniendo el aliento hasta la asfixia, tu voz de granizo aguachento cae en mi oído desde lo remoto.

– Es lo que hay. Tú callada, muda como un pez. Aquí no ha pasado nada ¿Me estás oyendo? Nada.

Susana Guzner