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Como una cíngara

June 22, 2012

Al bebé lo enterraron un domingo, entre las raíces del árbol de mango. No el que está lejos, por la loma, sino el que está atrás de la casa y se ve por la ventana de la cocina. El rancho está lleno de historias así, historias de otro tiempo que no es éste y que no pasaba de la misma forma.

Cuando murió, tenía tres meses de nacido. No alcanzó bautizo porque no hubo a la mano ni un solo cura en esos meses. Era el hijo de una de las muchachas que cocinaban en la casa grande, que de grande nunca tuvo nada. Nadie puede acordarse de su nombre, ni de sus padres, ni de dónde vino, aunque dicen que era bonita y muy, muy joven. Cuando nació su bebé, se la pasaba diciendo que era un angelito que Dios le había mandado. Por eso, cuando se le murió y hubo que enterrarlo, las otras cocineras le pusieron Angelito y ese nombre tallaron en su tumba viva.

Las malas lenguas dicen que el padre del niño fue el joven Eugenio, ni más ni menos que el hijo mayor de los patrones de la tierra, y quien murió de un machetazo en la cantina antes de que el bebé naciera. En aquellos tiempos, y sobre todo en ciertos lugares del sureste mexicano, los machetazos eran la segunda causa principal de muerte en hombres en edad de emborracharse. Al parecer, no se trató de una aventura cualquiera porque, aunque era claro que la pareja no se casaría, Eugenio había hecho algunos arreglos para el bautizo del pequeño, y todos sabían que se ocupaba para que a la muchacha no le hiciera falta nada.

Hay varias versiones de lo que sucedió la noche que murió Angelito, y uno no puede más que recoger los rumores e inventar su propia historia. Lo cierto es que su madre se fue del rancho sin llevarse nada. Cuando murió su hijito, se puso tan mal que ni llegó al entierro. Para cuando se fue, ya llevaba semanas hablando y riéndose sola. Una noche se estaba haciendo el café y apenas alcanzó a colarlo. Dejó la puerta abierta y el pote de peltre humeando sobre la mesa. Dicen que ni un traguito se bebió. Se fue descalza por el camino y nunca más se supo de ella.

Todo eso sucedió hace más de medio siglo. Sin embargo, Angelito sigue estando presente, incluso en los recuerdos de quienes no conocieron más que la leyenda. Dicen, por ejemplo, que gracias a él los mangos están cada vez más petacones. También algunas mujeres que no pueden tener hijos han venido por años a llorarle y organizan rezos alrededor de su tumba de árbol.

  *

Mi madre era quien le fiaba granos a la mujer esa, y dice que nunca vio malito al Angelito. Te digo que ella lo ahogó. Si no, entonces, ¿pa qué huía? Ya sabes lo que dicen del que nada debe. La que andaba mala era ella, toda greñuda y con cara de no poder dormir, pues claro, su minita de oro se le había muerto a chorros en el piso meado de la cantina. Desde que el joven Eugenio se ocupó del asunto, ella no tuvo más dolor de cabeza que el que le daba hacerse cargo de su niño. No tener necesidad de trabajar, a esa edad y siendo así de penca e ignorante, era poco menos que la lotería. Además, fue una gran inmoralidad, debes de saberlo, porque parecía como que la vida le premiara el pecado de haber traído al mundo a un niño fuera de todo sacramento. No. Las cosas acabaron como tenían que acabar, según la ley de Dios. Así que yo no me trago ningún cuento de esos, ni de la fiebre escarlatina, ni de los milagros del Angelito ¿Cómo va a ser milagroso, que Diosito me perdone, un méndigo niño sin bautizo? ¿Cómo va a ser que una mujer no vaya al entierro de su hijo, y que además se vaya así nomás, sin dar explicaciones? Esas cosas no son de Dios, y tú lo sabes. Es cierto que mucha gente, sobre todo mujeres viejas, dicen que el bebé escuchó sus oraciones y han podido preñarse. Yo no te puedo decir nada, porque a mí la vida me dio ocho hijos, y gracias al Señor, nunca me ha dado por andar llorándole a los árboles pa que me manden otro.

A mí nadie me podrá quitar de la cabeza que ella lo mató porque si, sola como estaba sin su macho, no podía ni con ella, menos iba a poder con un chamaco. O tal vez el bebé le recordaba la tragedia del padre, porque dicen que tenía toda la jetita del Eugenio, y pues nomás no pudo con la pena.

Acuérdate de  que el amor enloquece a la gente.

Si se fue, sigilosa como una cíngara, fue por algo.

A mí que no me vengan.

*

Sí, te digo que estaba loca. La noche que se fue, mi abuelo venía de la cantina y dice que la vio salir de la casita, dejando tras de sí la puerta abierta. Iba descalza. Uno de los sollozos llegó hasta él y la pena se le pegó como un cadillo, por lo que se quedó tieso y no hizo por llamarle ni decirle nada. En aquellas oscuranas de antes era imposible ser vistos en la noche del monte, pero dicen que aquí había un cachito de luna y, de todas formas, nomás era cuestión de seguir el camino y esperar la luz del día, aunque era bastante peligroso. Él cuenta que la mujer iba llorando, pero bien derechita, como quien sabe que ha tomado una decisión sin vuelta de hoja. Mi abuelo se fue persignándose a su casa y no le dijo nada a nadie.

Dice que sí se acuerda de que el bebé había llorado mucho un día antes de morir, y que nadie se había acercado con ella para ver si necesitaba algo.

A él nadie lo saca de que el niño murió de hambre o de desgracia.

Desde entonces, estaba loquita y daba miedo, es cierto. Muchas envidias despertaba, además, una chamaca tan joven a quien el padre de la criatura, siendo quien era, le hubiera respondido de algún modo. Pero ahora era distinto, se había quedado sola, y aunque nunca es bueno alegrarse de la desgracia ajena, muchas mujeres comentaban que el pecado había sido pagado como Dios manda.

El hecho es que mi abuelo la vio perderse en la oscurana. Dice que fue lo mejor que pudo hacer alguien así en una ranchería llena de gente mala, donde el destino le guardaba más desgracias. Los locos de antes se morían de hambre si no bajaban al pueblo o a otra parte.

Tiene que haber estado loca. Sólo así te metes descalza al monte en plena noche.

 ¡Y a aquel monte!

 Sabrá Dios cuál sería la suerte de la pobre muchachita, y para dónde fue que jaló.

Aquí, de todas formas, la gente la olvidó como a un becerro muerto.

 Miguel Martínez Jiménez