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¿Te acuerdas, Dante?

June 22, 2012

A su derecha el cuerpo delgado de Ana parece dormitar. Dante acelera por la ciudad de noche mientras salta una luz roja, sabe que unos segundos pueden marcar la diferencia.

            —No te preocupes, llegamos en menos de dos minutos, tú aguanta.

            Mientras, la observa de reojo, y clava la mirada en sus brazos que sujetan la cintura, con la fuerza necesaria para que no grite del dolor, pero tampoco la suficiente para alcanzar a detener la sangre que sigue emanando por su vientre. La imagen es el detonante para saltar de nuevo otra luz roja y acelerar.

            Ella sonríe, se ve tranquila y de cuando en cuando cierra los ojos para que el fresco de la noche le bañe el rostro. A su lado, yace una caja de metal.

            —¿Te he dicho cómo me gustan los días con lluvia, Dante, alguna vez te lo dije? Así como ahorita que acaba de llover.

            —Sí, pero luego hablamos de eso, mejor toma aire, trata de no moverte mucho.

            De no mover mucho el carro, piensa cuando tiene que virar aceleradamente en una curva y ella lanza un pequeño gemido, como para que no se diera cuenta, como para que Dante no se preocupe. La mano aún aferrada a su vientre, aprieta y el dolor se refleja en sus ojos. Aún las líneas rojas se extienden y llegan hasta el asiento. Cuánta sangre podremos desperdiciar, se pregunta cuando calma el paso del auto.

            Ana siente que poco a poco el dolor y el ardor en su vientre aumentan con el recorrido, intenta sostener la respiración y de cierta forma se siente protegida. Sabe que Dante está haciendo lo mejor de su parte para llegar lo antes posible al hospital, lo ve preocupado pero alerta en seguir la ruta del camino, observa sus manos firmes aún tintadas de rojo, su camisa blanca con manchas escarlata.

Te acuerdas, Dante, cuando fuimos a esas cabañas que quedan allá arriba, lejos por el camino de terracería pasando las montañas.

Recuerdas lo bien que estuvo el viaje, cómo platicábamos todos, cómo nos reíamos, recuerdas esa noche, una noche intensa, Dante, como muchas que hemos tenido.

Te confieso que tenía miedo, me sentía un poco presionada por no entrar en las pláticas de tus amigos, de sus novias, todas muy bonitas, muy arregladas a pesar de que íbamos para unas cabañas en el bosque. Pero me sentí bien cuando te vi contento, cuando me atendiste tan caballerosamente.

La noche se vuelve opaca, casi sólida frente a los ojos miopes de Dante, las luces dibujan ases que se proyectan hasta el parabrisas y dificultan la visibilidad. El pavimento mojado es una constante amenaza para alguien que lleva a su mujer a un lado así, enferma, como dormitando, como sonriente. Ya vamos a llegar, se dice cuando ella se acomoda y en el rostro la sonrisa cambia a una mueca de dolor, de un dolor antiguo ahora recuperado.

            —Me gusta éste olor, es como tierra mojada, ¿verdad, Dante? Allá de donde soy huele así todo el verano.

            —Cálmate, Ana, mejor no hables tanto que necesitas fuerzas, cómo va esa herida, ¿ya mejor?

            —Todavía me duele un poquito, pero va pasando.

Dante observa cómo el líquido deja su recorrido en los brazos de Ana, el asiento ya húmedo no logra contener toda la cantidad. Deben ser como cinco litros, ¿Y a los cuántos se desmaya uno?

Me imagino el mar, Dante, el oleaje, la brisa en el rostro y el sonido por todas partes, el vaivén de las olas y el aire despeinando mi cabello negro. El olor, Dante, el olor es el mejor recuerdo, casi lo puedo tocar, es mar, es espuma que se disuelve entre los dedos, y deja arena blanca y delicada.

Como la de aquella playa, ¿te acuerdas? Nos pegó la loquera y salimos de la ciudad en tu carro, así, de un momento a otro, sin planearlo nos dejamos llevar por el instinto y decidimos llegar hasta donde nuestras tarjetas de crédito y salud nos los permitieron.

Llegamos lejos, Dante. Hicimos turnos frente al volante porque ya ves que a veces te falla un poquito la vista, pero sólo un poco, no creas que necesitas lentes, además te ves tan bien sin lentes, serio, interesante, ecuánime.

            Llegamos al hotel sólo para dejar la maleta y de inmediato nos fuimos al mar. Había mucha gente, Dante, pero el agua así, transparente, espumosa por las olas y la arena blanca. Me abrazaste y nos lanzamos juntos, te acuerdas. Fue como si nunca hubiera visto el mar, más bien no me había estado tan contenta como ése día.

¿Te acuerdas de la señora que llevaba a su hijo enfermo? ¿Qué era lo que tenía, Dante, qué fue lo que nos platicó? Sí, es cierto, una adicción. Y qué serio te pusiste, le diste la espalda a la señora casi regañándola.

            Volvimos al hotel luego del atardecer, qué bonito se ponía el cielo cuando el sol se estaba ocultando, se puso así, naranja, como si las nubes fueran de fuego, como si el cielo tuviera calefacción.

            Ahí fueron de las primeras veces que te ponías así de raro, yo me acuerdo porque cuando volvimos al hotel como que se te zafó de una y comenzaste a decir puras tonterías, te acuerdas, yo pensé que era por la emoción del viaje.

Luego te empezaste a sentir mal, repetías las mismas palabras, El Mar, El Mar, El Mar, El Mar, El Mar, y no dejabas de decirlo, La noche, La noche, La noche, La noche, La noche. Y así le seguías, Dante, como si estuvieras hechizado. Yo hice como si todo fuera un juego, y hasta me carcajeé, te acuerdas. Pero sí, sí, aunque siempre lo negué ahora te lo digo, sí me dio un poquito de miedo. Pero te lo juro, sólo en ese momento, porque luego ya entendí, ya luego fui viendo las cosas con más calma, Dante.

Comienza a llover de nuevo. Al principio esporádicamente, y luego con una intensidad donde el limpiaparabrisas apenas se da abasto. Dante desacelera y tiene más precaución de los cambios de carril, aunque con velocidad, busca el momento oportuno para evitar que el carro derrape, y que el cuerpo de Ana se mueva demasiado.

            —Ya me está cayendo el agua en cara, Dante.

            —Déjame cierro la ventana.

            —No, mejor así, se siente fresco.

            — ¿Cómo sigues?

            —Arde un poquito, pero ya es más la sensación.

            Sabe que miente, que el dolor es insoportable y que la sangre la asusta. Sabe que no quiere perder el control. Por lo mismo la preocupación de Dante aumenta cada vez que mira de reojo, cada vez que ve cómo las gotas llegan al rostro de Ana y se confunden con el sudor, con las lágrimas involuntarias que derrama.

            —No te me desesperes Ana, llegamos en dos minutos.

            Tal vez un poco más, recuerda que el lugar está a más de veinte minutos, y con esta lluvia las cosas se podrían complicar: la ciudad se convierte en un pantano en tormenta cuando el agua cae de esta manera. Pero casi no hay tráfico, sí llegaremos.

            —Vas a estar bien, Ana, vas a estar bien.

Al amanecer, la luz entraba todos los días por la ventana, te acuerdas que por eso escogimos el departamento, porque se veía tan bonito desde el quinto piso y por allí entraba la luz, te acuerdas que decías que levantarte con el sol era como ganarle al día completo.

Éramos tan felices ahí. Recuerdas que antes dormíamos en un colchón en el suelo, y que los primeros días estuvo bien, pero luego como que nos dolía la espalda y tú empezaste a decir que del colchón salían cucarachas. Cómo las buscamos. Le rocié Raid a todo el piso, al colchón, a las almohadas, y ni así dejaban de salir las cucarachas, pero lo raro es que nunca las vi, Dante.

Te desesperabas mucho, en la noches gritabas que te las quitara de encima, pero cuando prendíamos la luz no tenías nada, recuerdas todas las veces que te hice un té de manzanilla para que durmieras tranquilo, que le ponía miel de abeja porque a veces de tanto gritar te raspabas la garganta.

Pero no era diario, Dante, sólo unas veces por semana, fuera de allí, las cosas eran perfectas. Y con tus medicinas, como que parecías más dormidito, más tranquilo. Esos días eran fantásticos, porque no gritabas en la noche, porque podíamos dormir todo el día y tú seguías ahí, calmadito.

Pero cuando no las teníamos, de nuevo volvían las cucarachas y te ponías a repetir mucho eso: Cuca, Cuca, Cuca, Cuca, Cuca. Hasta que preparaba un té de manzanilla y nos abrazábamos así de fuerte, tan fuerte como mis brazos me lo permitían, y terminábamos la noche los dos sentados en el colchón viendo cómo el sol nos bañaba los ojos.

Frena intempestivamente. El agua aún a cantaros empapa el rostro y la cabellera de Ana, le limpia la sangre pero ella firme decide no quitar las manos de la herida que continúa emanando el líquido escarlata, que ahora se confunde con el agua de lluvia en sus ropas y el asiento.

— Tranquila, Ana, ya llegamos.

Pero Ana está muy cansada, siente que los ojos se le van hacia atrás, que el sopor ya no es mitigado por la lluvia. Con dificultad logra mantener los brazos sosteniendo su herida, con dificultad toma aire y aparta el agua de su rostro al parpadear.

Dante baja del auto, toma la caja de metal y abre la puerta de su mujer.

—Ya llegamos Ana, pensé que no la íbamos a armar, pero aquí estamos.

—Estoy cansada, Dante, siento que las piernas y los brazos se me caen.

—Tranquila, mejor no hables mucho, mi amor, porque luego te me agotas. Mira, te voy a cargar, tú nomás no te me duermas.

Con cuidado, Dante alza el blanco y delicado cuerpo de Ana, Cuánta sangre ha perdido, si es más de un litro se me desmaya, piensa al momento que la carga, ella intenta abrazarlo.

—No, mejor tú tápate la herida, mi amor.

El golpe de la lluvia se siente distante, ajeno al momento que Dante está presenciando, al momento en que la toma y la levanta con cuidado. Gime un poco pero sonríe, como si no quisiera quejarse demasiado. Dante siente la adrenalina intensificarse y sabe que no fallará en cargarla hasta la entrada del lugar, su cuerpo es delgado, su cuerpo es delicado.

Camina con tacto pero con paso rápido. El rostro de Ana gotea la lluvia y ya tiene los ojos cerrados.

 Tranquila, Ana, ya casi llegamos, verás como en un momento te atienden, tú nada más no te me duermas, piensa, como esperando que lo escuche, como esperando que todo se normalice con palabras que no ha pronunciado y que seguramente ella, que no es psíquica, jamás sepa que pensó.

La puerta de vidrio está cerrada, las luces apagadas, pero no todas, allá, al final de un pasillo, el marco amarillo de luminosidad se alcanza a percibir. Dante respira y piensa que hay esperanza, que no llegó tarde.

Golpea la puerta con los pies, el rostro de Ana se contrae, Aún no se desmaya, y se da cuenta que con los movimientos bruscos daña la herida.

—Tranquila, Ana, te voy a bajar para tocar más fuerte y que nos escuchen, ¿ok?

Ana no puede responder, lo escucha, quiere abrir la boca para decirle que no se preocupe, pero siente que la graba de su saliva le está carcomiendo los dientes, y la base del sonido de sus palabras se queda en la garganta. Sólo asiente con la cabeza y se prepara para el movimiento.

Con cuidado, Dante la coloca en el suelo para casi derrumbar la puerta a golpes. En el fondo del pasillo la luz se incrementa y una silueta se acerca.

Te acuerdas que terminamos por comprar un colchón Spa con su base en una oferta del cincuenta por ciento. Cuando lo llevaron estábamos que brincábamos de la felicidad. Dormíamos bien rico, Dante, y lo bueno fue que de allí ya no salían cucarachas, aunque también pudieron ser el cambio de las pastillas, ya ves que con la otras te quedabas dormido, ah, pues te acuerdas que con estas ya andabas mucho mejor, sin sueño, y ya no gritabas, ni en las noches ni en las mañanas. Pero sabes, como que aún así te notaba un poquito extraño.

¿Cuándo empezaste a tomarlas? Sí, hace como cuatro meses, pero esas pastillitas sí estaban medio raras, no quiero decir que estuvieran malas, pero no me daban buena espina.

            Con las otras era mejor, Dante, porque andabas calmadito, tranquilito te levantabas a comer y luego luego te ibas a dormir. Pero con estas como que hablabas más fuerte, como que estabas más acelerado, aunque sí, también es verdad que ya no veías a las cucarachas.

            Y sí, Dante, allí fue cuando empezamos a discutir, como que no eras el mismo, como que siempre te ponías muy raro, sobre todo con las ideas. Ya no andabas tranquilo, al contrario, siempre acelerado, siempre queriendo hacer algo. Tú me decías que todo estaba bien, que esas pastillitas eran mejores que las otras pero, te lo digo ahorita, yo nunca lo creí. Ay, Dante, los días tan felices se fueron acabando.

—Doctor, ayúdeme a llevarla adentro.

            Entre los dos llegaron a una sala con decoración cruda y olor a alcohol etílico. La colocaron en una camilla y a un lado de ella se encontraban frascos que parecían contener algo brilloso licuación continua.

            —Tiene que ayudarnos, doctor. Usted es nuestra última oportunidad.

            El señor mostraba cara de incertidumbre, pero no podía dejar que esa muchacha perdiera su sangre hasta niveles críticos.

            —Doctor, ya sabe cómo ayudarnos.

            Lo dijo ordenando, al tiempo que abría una caja de metal y le entregaba un fajo de billetes de alta denominación.

            —Tiene que ayudarnos, doctor. No tenemos nadie más a quién acudir…

            Ana apenas podía abrir los párpados y sentía que las fuerzas se le iban por la herida en su vientre, intentó hablar pero la sequedad de la boca llegó de nuevo.

            —Está bien, déjeme ver qué puedo hacer.

            Dante se sentó en un banco mientras observaba cómo el señor intervenía a Ana, que intentaba despertar, moverse de alguna forma para hablar.

            —Tranquila, Ana, ya estamos aquí, no te muevas mucho para que el doctor haga su trabajo, tranquila.

Ay, Dante,  ¿será que todas esas discusiones nos llevaron a esto? Yo no lo sé bien, pero extraño los días en el mar, en las cabañas del bosque, nuestro antiguo colchón, allí todo era perfecto. ¿Era eso lo que nos mantenía unidos, Dante? Ni yo lo sé. Pero mira, mira nada más cómo hemos terminado. Te acuerdas, hace cuánto fue, Dante, sólo unas horas, lo recuerdas bien, cierto. Te pusiste así, como raro, como acelerado, y yo traté de calmarte, preparé tu té de manzanilla con miel de abeja, pero ni lo tomaste, seguías hablando, gritando. Yo trataba de abrazarte, de decirte que todo iba a estar bien, pero tu nomás no escuchabas, Dante. Fue hace poquito, te acuerdas, pero parece que han pasado muchos días, mira que lo veo como muchos años atrás, no sé, tal vez sea que estoy un poco cansada, recuerdas que te dije que no te preocuparas, que mejor nos fuéramos a un hospital. Y me hiciste caso, Dante, tomaste nuestra cajita de metal y de inmediato me ayudaste a subir al auto y arrancamos.

            El viaje ha sido cansado, pero ya llegamos. ¿A dónde, Dante? Mira, mira allí se ve que hay alguien, mejor bájame un poquito para que puedas tocar más fuerte. Ay, sí, duele leve pero no te preocupes, mejor tú toca para que venga rápido, que me está dando mucho sueño. Te juro que ya no puedo tener los ojos abiertos.

            Tengan cuidado, Dante, sí, en la camilla, mejor estar en la camilla. ¿Me va a poner anestesia? Pero no en la cara, mi amor, en la cara no es donde tengo la herida. No siento la piel, Dante, dile que tenga más cuidado.

            Qué es eso que tienen en la mano, Dante. Me está metiendo una aguja en el ojo. Por favor, Dante, lo que me duele es el vientre, allí está la herida, no en mi ojo. Con cuidado… ¡Dile que tenga más cuidado!

—¿Cómo salió todo, doctor?

—Bien, ya tenemos los datos almacenados. ¿Seguro que quiere hacer esto?

            —Sólo dígame donde me siento.

            El señor le acerca una segunda camilla y Dante se recuesta.

            —Sabe que este mecanismo, así, sin pruebas previas, es una moneda al aire.

            —Sólo hágalo, doctor.

            A su lado, Ana duerme, sus manos ya no sujetan la herida en el vientre, que aún emana sangre. Tranquila, Ana, ya casi estamos allí. La piel blanca se trasluce con los rayos de luz blanca que bañan su cuerpo, dan brillo al escarlata que pinta sus brazos. El pelo negro, opaco, casi sólido, se le recuesta en sus hombros.

            El señor toma una jeringa e inyecta anestesia local en el rostro de Dante. Espera unos segundos y luego saca unas varillas largas de metal, similares a unos picahielos, con cables en los extremos.

Lentamente las inserta: una en el extremo interior del ojo, luego toma el pequeño martillo y asesta leves golpes hasta que ya se encuentra en el lugar correcto. Duele menos de lo que pensaba, se dice Dante cuando siente la presión en la piel, sin dolor por la anestesia, sin ansiedad por el resultado, sabe que todo saldrá bien.

            Luego continúa con la segunda, realiza el mismo procedimiento, ésta duele más y poco a poco va perdiendo la visibilidad de los ojos. El señor llega al lugar correcto y conecta los cables a los cilindros con el contenido brilloso en constante licuación.

            —Es la mejor del mercado, nanotecnología inorgánica mezclada con lóbulo frontal e hipocampo.

            Activa un botón y Dante siente la descarga eléctrica que le paraliza el rostro.

Sí, Ana, ahora lo recuerdo todo.

 Hermann Gil Robles